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sábado, 14 de septiembre de 2013

EL TRUJILLANO EJEMPLAR


A 116 AÑOS DE SU NACIMIENTO



Discurso pronunciado por el profesor Antonio Vale en el acto de imposición de la Orden “Mario Briceño Iragorry” por parte del CLET, a personalidades e instituciones destacadas en el estado Trujillo (31 de octubre del 2003)


SEÑORAS Y SEÑORES
Ante todo una carta de presentación: “El destino de América es una prolongación del destino de España”, dice Mario Briceño Iragorry en una de sus afirmaciones más polémicas. Quiero repetir la frase con la venia de ustedes porque a simple vista puede resultar contradictoria. “El destino de América es una prolongación del destino de España”. El juicio tienta a quienes aman la patria, pone en entredicho los orígenes de América en la misma América y enfatiza deliberadamente sobre una variable histórica, la que se remonta a la Madre Patria. Fuera de contexto existe la posibilidad de que condenemos injustamente a Mario Briceño Iragorry, por esa frase y por muchas otras. Pero es con ella que deseo abrir la fiesta. La confrontación política que desborda las calles como si asistiéramos a la más celebrada de las patologías nos está exigiendo un nuevo ajuste de cuentas. Vayan por delante dos consideraciones de rigor. La primera es obvia: la Orden lleva el nombre del insigne Trujillano y no estaríamos honrándolo si no aludimos a sus preocupaciones sobre la historiografía y el pasado. La segunda es urgente: presume que la tarea de recomponer el proceso de la historia de Venezuela todavía no ha sido comprendido y que el mensaje de MBI continúa buscando los interlocutores de siempre. Voy a navegar por ese mar profundo que invoca ambas consideraciones, a tientas, porque no soy de los que militan en la prepotencia ni de los que se complacen martirizando a sus escuchas ocasionales. Sólo fabricaré el decimocuarto tapiz, si me lo permiten, si no es que el propio don Mario me avienta desde el Archivo del Cielo uno de sus formidables reclamos.

   Contrario a lo que se cree, la historia no es una página cuadriculada. Su tiempo es psicológico, nunca matemático. De allí que sea imposible escoger a capricho la herencia colectiva a la que pertenecemos. No podemos ser hijos de la Independencia si al mismo tiempo no somos nietos de la Colonia. Afortunadamente los hitos que separan ambos procesos son convencionales, como los usos horarios o las agujas del reloj. Sirven para orientar nuestro camino, pero no para dar cuenta de la memoria colectiva de un pueblo.

   Quién hubiera pensado que por una idea parecida, por supuesto que más elaborada y explícita, don Mario sería marcado con el más despreciable de los malentendidos. Ubicado entre quienes figuraban como intelectuales apátridas, supuesto partidario de la herencia de Sepúlveda y además defensor desnaturalizado y peligroso de la Leyenda Dorada, comienza a recibir los ataques de sus detractores a partir de 1934, año en que publica por primera vez sus maravillosos Tapices de historia patria. Desde ese momento es un incomprendido que tendrá que fajarse con los arcabuceros de la piratería. Pero desde allí mismo los instruye, les explica en fina prosa la tragedia de los encuentros milenarios que responden a una constante humana: “Las culturas antiguas se expandieron como sello de bélicas conquistas o como botín arrancado a los vencidos: cuando los romanos invadieron el imperio macedónico, advirtieron a su regreso a la Ciudad Eterna que el águila legionaria cubría bajo sus alas lechuzas atenienses”. Sobre un tablero de direcciones van tejiéndose los acontecimientos junto a las más agudas reflexiones del escritor trujillano. Todas están destinadas a lo mismo, a romper diques, a enfrentar la tesis simplista de que nuestro pasado es glorioso a partir de 1810 y que la etapa correspondiente a la Colonia, considerada por algunos historiadores como una verdadera madeja de tinieblas, nada tiene que ver con el pueblo que somos hoy. El mentís de MBI constituye una requisitoria de lujo. En apretadas páginas va discurriendo sobre los aspectos más importantes de nuestra historia: la integración del territorio, la evolución cívica de la encomienda, el nacimiento del espíritu de la nacionalidad, el papel de los cabildos, la instrucción en la Colonia y otras expresiones evolutivas de nuestro pasado como pueblo. Obra de reflexión histórica, Los tapices sorprenden por la forma amplia, amena y al mismo tiempo profunda en que son pintadas las cuestiones más engorrosas de la historiografía moderna. No es en modo alguno un tratado evolutivo sobre las etapas de la humanidad, tan propio de los movimientos en boga. Son bosquejos que quieren ser vistos por la gente para alcanzar un punto de comunicación con el pasado. Un método y un ángulo, la mirada certera que necesita el estudioso para interpretar adecuadamente los procesos y el camino que muestra a los lectores para que hagan con las historias un pesebre de sueños en sus casas. ¡Nunca una obra libró tan apasionada batalla para sobreponerse a los muros de la Academia! Desafortunadamente, hoy continúa siendo una lectura exclusiva de historiadores y especialistas.

   Pero MBI no es de los intelectuales que se conforman con el enunciado. Ha propuesto un camino alterno y sabe que su siguiente paso es transitarlo. Todo es historia en él: sin prejuicios que le nublen la mente ni ligerezas que lo aparten de su trabajo. Cuando la Segunda Guerra Mundial toca indirectamente las costas de Venezuela, en vez de la proclama vocinglera o de los llamados miedosos a la ponderación que pregonan muchos de sus contemporáneos, don Mario publica un libro de epístolas, tan original por su composición como por el modelo escogido para explicar el momento. Alonso Andrea de Ledesma, el viejo conquistador ejecutado por los corsarios a finales del siglo XVI y cuya muerte es un símbolo para la Venezuela de entonces, se convierte en viva llama del siglo XX. No es que Bolívar ha sido sustituido por la hazaña de un advenedizo y oscuro conquistador extremeño, como suelen decir algunos. Lo que don Mario muestra es la versión dilatada de la Historia, el producto completo y laborioso de unos documentos que ha revisado con la paciencia del agudo investigador que es. “Cuando Alonso Andrea de Ledesma sacrificó su vida en aras de la patria nueva      –sentencia el historiador trujillano- creó la caballería de la libertad, cuyo máximo representante habría de ser Simón Bolívar”. Esa línea no es abandonada en ningún momento; al contrario, don Mario la refuerza con nuevas proposiciones y hallazgos, con dramas colectivos como El regente Heredia o como Casa León y su tiempo, sobre todo porque ambos personajes andan y desandan por los corredores del poder político venezolano: el primero por su grandeza, y cuya dimensión justifica don Mario utilizando las sabias palabras de Romain Rolland: “No llamo héroes a los que triunfaron por el pensamiento o por la fuerza, llamo héroes sólo a aquellos que fueron grandes por el corazón”. Y el segundo por su astucia, por su enorme capacidad para medrar a la sombra de todas las circunstancias. De él ha dicho Mariano Picón Salas lo más emblemático de sus correrías: “El marqués de Casa León, el que en medio de la gran tormenta revolucionaria prepara siempre una puerta de escape; el que sin ideas ni convicciones, sirve y traiciona, alternativamente, al rey, a Miranda, a Monteverde, a Bolívar y a Boves”. La paradoja es otra sorpresa para los historiadores acomodaticios. En efecto, mientras la figura de José Francisco Heredia, “que es la más amable de cuantos cruzan los caminos de la historia política de Venezuela”, pertenece al partido de los realistas, la de Antonio Fernández de León es en cambio un producto directo del partido de los patriotas. De cualquier lugar salta la liebre, señores. Porque el bellaco y el noble aparecen como engarzados en los anales de nuestra evolución como pueblo.

   Flaco favor le estaría haciendo a una Vida y a una Obra como la de don Mario si no traspongo los tiempos. Porque esa es otra de sus virtudes: mirar el pasado con los ojos encendidos del presente sin que por ello se alteren los acontecimientos. Nunca antes un intelectual cumplió ese mandato con tanto cuidado y tanta preparación historiográfica. Por eso es que debemos regresar a él, sin temores ni cortapisas, abriendo nuevamente el camino de las relaciones con el presente y combatiendo las supersticiones de los arcabuceros de turno. ¡Me imagino cuánta incomodidad deben estar sufriendo por la visión totalizadora de la historia! Otra vez aparecen –traídos por los cabellos, ajustados a los tiempos de un mundo donde ya es imposible mantenerse encerrados en la reducida aldea en la que nacemos- las figuras imponentes y señeras de las rebeliones pasadas. Guaicaipuro y Bolívar son nuevamente los arquetipos. No por el tesón de uno o por el pensamiento singular del otro, sino por sus armas, porque la flecha y la espada son evocadas melancólicamente como si nosotros estuviéramos dirigiendo las guasábaras de Los Teques o pronunciando un nuevo discurso en el Chimborazo. Obligan ellos a que la historia los complazca, inventan filiaciones insostenibles y hacen del proceso histórico un desordenado y caprichoso rompecabezas. A veces farragoso, pues no logra conectar a Guaicaipuro con la Independencia so pena de reconocer que es imposible escamotearle a Bolívar la veintena de conquistadores que lo anteceden en su prosapia. A veces divertido, porque mitifican las hazañas con las más increíbles historias sobre personajes complementarios, como en el caso de Nevado, el perro célebre de Bolívar que por adoctrinamiento ideológico –milagro y fortaleza de la lucha canina- únicamente le mordía las patas a los caballos de los realistas. No se dan cuenta que incurren en el peor y más sancionable de los errores. Aparte de la impostura, porque la celebrada épica no está acompañada de una verdadera epopeya que respalde las conclusiones de sus numerosos y cándidos creyentes. Tal vez es la poesía y no la historia la que nos ayude en estas horas de atolondrada lujuria patriótica. De qué lugar vinieron estos perros/ fuego eran por las cejas/ qué serpiente endulzó ese veneno/ quién los alimento cuando niños/ -canta Ramón Palomares evocando el asombro de nuestros abuelos indígenas. Pero también es allí, en esas páginas dedicadas a Santiago de León de Caracas, donde vibran los sentimientos de nuestros abuelos conquistadores. Ya no podremos arrancarnos de vos Santiago de León/ ni sacudir el polvo que con heridas, manchas y virtudes/ has ajustado en nuestra sangre/ y seremos ya esta única ventura/ tu ventura y tu gracia/ hasta el fin. Es muy fácil participar en guerras de hace quinientos años o militar a favor de una conspiración mantuana que puede resultar contraria a sus mejores propósitos. Lo difícil es penetrar los socavones del tiempo mirando las tipologías que caracterizan la historia de Venezuela y cuyos procesos no son planos como algunos los pintan. La hora requiere de una cuidadosa ponderación en los análisis y de nuevos acercamientos a nuestro pasado remoto, al remoto y al reciente, puesto que existen causas polivalentes que han provocado el regreso de las viejas posiciones autoritarias que creíamos superadas con el tiempo. De nada nos sirvió el Bolívar de las estatuas, ya lo sabemos, pero tampoco nos sirve un Bolívar realengo que parece apoderarse de todas las manifestaciones humanas y además matándonos de puro y simple aburrimiento.

   Ignoro cuántas veces habrá que repetir la idea de que la tradición y la ruptura no son conceptos excluyentes. Aprovecho el momento para decirlo en las palabras más elocuentes que conozco, las del poeta Octavio Paz: “La crítica de la tradición se inicia como conciencia de pertenecer a una tradición. Nuestro tiempo se distingue de otras épocas y sociedades por las imágenes que nos hacemos del transcurrir: nuestra conciencia de la historia”. Justo y pertinente recuerdo para aquellos que, prevalidos de ciertas pretensiones que no pasan de sustituir los nombres tradicionales por otros nombres generalmente más horrorosos que los anteriores, de milagro no modifican los puntos cardinales con símbolos indigenistas, emblemas de la Independencia o briosos caballos que galopan las montañas y las sabanas en esta Guerra Federal de mentira.

   Quienes se han acercado al árbol frondoso de Briceño Iragorry saben que apenas me he detenido en su tronco. Sobre él se empinan ramajes de colores diversos, aunque siempre con la idea capital de la historia como proceso y no como la suma de períodos convencionales. Hoy, cuando asistimos a una nueva borrachera patriótica y la historia se presenta como una disciplina hípica en la que los próceres compiten entre sí para llegar a como dé lugar a la ansiada meta, la idea totalizadora de la historia cobra mayor vigencia. Lo que vivimos no nos vino del aire. Ha sido el resultado de errores garrafales cuyos signos de relieve son la desidia, el silencio y la corrupción. Se equivocan de a medio y de ambos lados de la calle quienes perciben el proceso como una ruptura y no como la prolongación de una larga crisis que se inició con la voracidad de los partidos políticos. Vivimos el epílogo de una época vieja y no el prólogo de una sociedad diferente. Es la misma película repetida que se originó por la degradación de los anteriores principios doctrinarios. Pese al jolgorio panfletario, el sistema es el mismo. Pese a la beneficencia pública, quienes se benefician son pocos. Pese a la cháchara redentora sobre los humildes, las calles siguen abarrotadas de pordioseros y de niños sin comida. ¡El país más hermoso de América lo hemos convertido en una despreciable aldea de segunda! Y con un agravante: nuestra tradición democrática está amenazada por la más peligrosa enfermedad que conocemos los venezolanos, la de los mujiquitas, esa suerte de modelo alterno que siempre ha sustituido a la inteligencia en los períodos de mayor quiebre institucional. No sé que ocurrirá con nosotros. Lo que sí sé es que si no nos ponemos de acuerdo reconociendo nuestros errores históricos, inaugurando un modelo de tolerancia política que valore la justicia, la equidad y el trabajo, no habrá Bolívar que nos socorra. Si en verdad hay cambios, la hora no será de las mismas conductas fanáticas. De lo contrario pereceremos.

   QUERIDOS AMIGOS: Imaginen por un momento que entramos junto a don Mario a la escuela de primeras letras del viejo don Eugenio Salas Ochoa. Sabemos por su ubicación que en esa casa espantan a diario, y que a su lado, como para otorgarle señorío a la cuadra donde unos inolvidables y luminosos ojos negros hirieron una vez al escritor trujillano, se firmó en 1813 el Decreto de Guerra a Muerte. Por coincidencia fue también allí donde funcionó por primera vez el Ateneo de Trujillo, de manera que, por obra de la tradición, nos encontramos literalmente en la misma escuela del viejo maestro. Seres vivos y muertos atraviesan los corredores sin percatarse de sus tiempos pasados. Don Mario ya no es un niño, está hablando con su tocayo y discípulo Mario Briceño Perozo acerca de un documento recién hallado en el patio. En un salón oscuro, custodiada la entrada por dos morrocoyes que llevan en sus lomos letreros alusivos a la Cuarta y Quinta Repúblicas, Salvador Valero pinta un mural de sueños. Alguien recita un verso de Ramón Palomares, y lo hace rodeado de pájaros, de niños y de flores. Observen con detenimiento la fuente donde se avistan las cuarenta naves de Odiseo. No, no son las de Troya, son las que vio el hermano siamés de Ednodio Quintero en las aguas del Burate mientras se marchaban tranquilas rumbo a las islas encantadas. Un tropel de sombras se ha apoderado de la cocina impidiéndole la entrada a los demás visitantes: son ellos, los fantasmas de Andrés Barazarte que han venido a acompañarnos después de tantas vicisitudes mundanas. Pueden ver en el otro salón, junto al tinajero, a don Tulio Montilla, probablemente contando la historia del camino de piedra o la leyenda fascinante que le dio origen a la población del Cenizo. De Santa rosa ha llegado el enano de la Kalenda bailando al son del cinco y el furruco en una algarabía que no tiene final. Sus acompañantes reparten libros de autores trujillanos: los de Ana Enriqueta Terán, los de Arturo Cardozo, los de Pérez Carmona, los de Valera Martínez, los de Benigno Contreras, los de Alexi Berrios y pare usted de contar.
   De esa escuela venimos, y a ella regresamos hoy emocionados por el recuerdo. La Orden Mario Briceño Iragorry que ha desempolvado el Consejo Legislativo Regional por iniciativa de su Presidente José Hernández y por los demás miembros del referido cuerpo, tiene un significado de trascendencia para los hombres dedicados a la vida civil. Ustedes, gentes de letras, del arte, de la ciencia, del comercio y el deporte, pueden sentirse orgullosos de llevarla como la prolongación de una obra dedicada a la paz social.

MUCHAS GRACIAS