A 116 AÑOS DE SU NACIMIENTO
Discurso pronunciado por el profesor
Antonio Vale en el acto de imposición de la Orden “Mario Briceño Iragorry” por
parte del CLET, a personalidades e instituciones destacadas en el estado
Trujillo (31 de octubre del 2003)
SEÑORAS Y
SEÑORES
Ante todo una carta de presentación:
“El destino de América es una prolongación del destino de España”, dice Mario
Briceño Iragorry en una de sus afirmaciones más polémicas. Quiero repetir la
frase con la venia de ustedes porque a simple vista puede resultar
contradictoria. “El destino de América es una prolongación del destino de
España”. El juicio tienta a quienes aman la patria, pone en entredicho los
orígenes de América en la misma América y enfatiza deliberadamente sobre una
variable histórica, la que se remonta a la Madre Patria. Fuera de contexto existe
la posibilidad de que condenemos injustamente a Mario Briceño Iragorry, por esa
frase y por muchas otras. Pero es con ella que deseo abrir la fiesta. La
confrontación política que desborda las calles como si asistiéramos a la más
celebrada de las patologías nos está exigiendo un nuevo ajuste de cuentas.
Vayan por delante dos consideraciones de rigor. La primera es obvia: la Orden
lleva el nombre del insigne Trujillano y no estaríamos honrándolo si no
aludimos a sus preocupaciones sobre la historiografía y el pasado. La segunda
es urgente: presume que la tarea de recomponer el proceso de la historia de
Venezuela todavía no ha sido comprendido y que el mensaje de MBI continúa
buscando los interlocutores de siempre. Voy a navegar por ese mar profundo que
invoca ambas consideraciones, a tientas, porque no soy de los que militan en la
prepotencia ni de los que se complacen martirizando a sus escuchas ocasionales.
Sólo fabricaré el decimocuarto tapiz, si me lo permiten, si no es que el propio
don Mario me avienta desde el Archivo del Cielo uno de sus formidables
reclamos.
Contrario a lo que se cree, la
historia no es una página cuadriculada. Su tiempo es psicológico, nunca
matemático. De allí que sea imposible escoger a capricho la herencia colectiva
a la que pertenecemos. No podemos ser hijos de la Independencia si al mismo
tiempo no somos nietos de la Colonia. Afortunadamente los hitos que separan
ambos procesos son convencionales, como los usos horarios o las agujas del
reloj. Sirven para orientar nuestro camino, pero no para dar cuenta de la
memoria colectiva de un pueblo.
Quién hubiera pensado que por una
idea parecida, por supuesto que más elaborada y explícita, don Mario sería
marcado con el más despreciable de los malentendidos. Ubicado entre quienes
figuraban como intelectuales apátridas, supuesto partidario de la herencia de
Sepúlveda y además defensor desnaturalizado y peligroso de la Leyenda Dorada,
comienza a recibir los ataques de sus detractores a partir de 1934, año en que
publica por primera vez sus maravillosos Tapices
de historia patria. Desde ese momento es un incomprendido que tendrá que
fajarse con los arcabuceros de la piratería. Pero desde allí mismo los
instruye, les explica en fina prosa la tragedia de los encuentros milenarios
que responden a una constante humana: “Las culturas antiguas se expandieron
como sello de bélicas conquistas o como botín arrancado a los vencidos: cuando
los romanos invadieron el imperio macedónico, advirtieron a su regreso a la
Ciudad Eterna que el águila legionaria cubría bajo sus alas lechuzas
atenienses”. Sobre un tablero de direcciones van tejiéndose los acontecimientos
junto a las más agudas reflexiones del escritor trujillano. Todas están
destinadas a lo mismo, a romper diques, a enfrentar la tesis simplista de que
nuestro pasado es glorioso a partir de 1810 y que la etapa correspondiente a la
Colonia, considerada por algunos historiadores como una verdadera madeja de
tinieblas, nada tiene que ver con el pueblo que somos hoy. El mentís de MBI
constituye una requisitoria de lujo. En apretadas páginas va discurriendo sobre
los aspectos más importantes de nuestra historia: la integración del
territorio, la evolución cívica de la encomienda, el nacimiento del espíritu de
la nacionalidad, el papel de los cabildos, la instrucción en la Colonia y otras
expresiones evolutivas de nuestro pasado como pueblo. Obra de reflexión
histórica, Los tapices sorprenden por
la forma amplia, amena y al mismo tiempo profunda en que son pintadas las
cuestiones más engorrosas de la historiografía moderna. No es en modo alguno un
tratado evolutivo sobre las etapas de la humanidad, tan propio de los
movimientos en boga. Son bosquejos que quieren ser vistos por la gente para
alcanzar un punto de comunicación con el pasado. Un método y un ángulo, la
mirada certera que necesita el estudioso para interpretar adecuadamente los
procesos y el camino que muestra a los lectores para que hagan con las
historias un pesebre de sueños en sus casas. ¡Nunca una obra libró tan
apasionada batalla para sobreponerse a los muros de la Academia!
Desafortunadamente, hoy continúa siendo una lectura exclusiva de historiadores
y especialistas.
Pero MBI no es de los intelectuales
que se conforman con el enunciado. Ha propuesto un camino alterno y sabe que su
siguiente paso es transitarlo. Todo es historia en él: sin prejuicios que le
nublen la mente ni ligerezas que lo aparten de su trabajo. Cuando la Segunda
Guerra Mundial toca indirectamente las costas de Venezuela, en vez de la
proclama vocinglera o de los llamados miedosos a la ponderación que pregonan
muchos de sus contemporáneos, don Mario publica un libro de epístolas, tan
original por su composición como por el modelo escogido para explicar el
momento. Alonso Andrea de Ledesma, el viejo conquistador ejecutado por los
corsarios a finales del siglo XVI y cuya muerte es un símbolo para la Venezuela
de entonces, se convierte en viva llama del siglo XX. No es que Bolívar ha sido
sustituido por la hazaña de un advenedizo y oscuro conquistador extremeño, como
suelen decir algunos. Lo que don Mario muestra es la versión dilatada de la
Historia, el producto completo y laborioso de unos documentos que ha revisado
con la paciencia del agudo investigador que es. “Cuando Alonso Andrea de
Ledesma sacrificó su vida en aras de la patria nueva –sentencia el historiador trujillano- creó
la caballería de la libertad, cuyo máximo representante habría de ser Simón
Bolívar”. Esa línea no es abandonada en ningún momento; al contrario, don Mario
la refuerza con nuevas proposiciones y hallazgos, con dramas colectivos como El regente Heredia o como Casa León y su tiempo, sobre todo porque
ambos personajes andan y desandan por los corredores del poder político
venezolano: el primero por su grandeza, y cuya dimensión justifica don Mario
utilizando las sabias palabras de Romain Rolland: “No llamo héroes a los que
triunfaron por el pensamiento o por la fuerza, llamo héroes sólo a aquellos que
fueron grandes por el corazón”. Y el segundo por su astucia, por su enorme
capacidad para medrar a la sombra de todas las circunstancias. De él ha dicho
Mariano Picón Salas lo más emblemático de sus correrías: “El marqués de Casa
León, el que en medio de la gran tormenta revolucionaria prepara siempre una
puerta de escape; el que sin ideas ni convicciones, sirve y traiciona,
alternativamente, al rey, a Miranda, a Monteverde, a Bolívar y a Boves”. La
paradoja es otra sorpresa para los historiadores acomodaticios. En efecto,
mientras la figura de José Francisco Heredia, “que es la más amable de cuantos
cruzan los caminos de la historia política de Venezuela”, pertenece al partido
de los realistas, la de Antonio Fernández de León es en cambio un producto
directo del partido de los patriotas. De cualquier lugar salta la liebre,
señores. Porque el bellaco y el noble aparecen como engarzados en los anales de
nuestra evolución como pueblo.
Flaco favor le estaría haciendo a una
Vida y a una Obra como la de don Mario si no traspongo los tiempos. Porque esa
es otra de sus virtudes: mirar el pasado con los ojos encendidos del presente
sin que por ello se alteren los acontecimientos. Nunca antes un intelectual
cumplió ese mandato con tanto cuidado y tanta preparación historiográfica. Por
eso es que debemos regresar a él, sin temores ni cortapisas, abriendo
nuevamente el camino de las relaciones con el presente y combatiendo las
supersticiones de los arcabuceros de turno. ¡Me imagino cuánta incomodidad
deben estar sufriendo por la visión totalizadora de la historia! Otra vez
aparecen –traídos por los cabellos, ajustados a los tiempos de un mundo donde
ya es imposible mantenerse encerrados en la reducida aldea en la que nacemos-
las figuras imponentes y señeras de las rebeliones pasadas. Guaicaipuro y
Bolívar son nuevamente los arquetipos. No por el tesón de uno o por el
pensamiento singular del otro, sino por sus armas, porque la flecha y la espada
son evocadas melancólicamente como si nosotros estuviéramos dirigiendo las
guasábaras de Los Teques o pronunciando un nuevo discurso en el Chimborazo.
Obligan ellos a que la historia los complazca, inventan filiaciones
insostenibles y hacen del proceso histórico un desordenado y caprichoso
rompecabezas. A veces farragoso, pues no logra conectar a Guaicaipuro con la
Independencia so pena de reconocer que es imposible escamotearle a Bolívar la
veintena de conquistadores que lo anteceden en su prosapia. A veces divertido,
porque mitifican las hazañas con las más increíbles historias sobre personajes
complementarios, como en el caso de Nevado, el perro célebre de Bolívar que por
adoctrinamiento ideológico –milagro y fortaleza de la lucha canina- únicamente
le mordía las patas a los caballos de los realistas. No se dan cuenta que
incurren en el peor y más sancionable de los errores. Aparte de la impostura,
porque la celebrada épica no está acompañada de una verdadera epopeya que
respalde las conclusiones de sus numerosos y cándidos creyentes. Tal vez es la
poesía y no la historia la que nos ayude en estas horas de atolondrada lujuria
patriótica. De qué lugar vinieron estos
perros/ fuego eran por las cejas/ qué serpiente endulzó ese veneno/ quién los
alimento cuando niños/ -canta Ramón Palomares evocando el asombro de
nuestros abuelos indígenas. Pero también es allí, en esas páginas dedicadas a
Santiago de León de Caracas, donde vibran los sentimientos de nuestros abuelos
conquistadores. Ya no podremos
arrancarnos de vos Santiago de León/ ni sacudir el polvo que con heridas,
manchas y virtudes/ has ajustado en nuestra sangre/ y seremos ya esta única
ventura/ tu ventura y tu gracia/ hasta el fin. Es muy fácil participar en
guerras de hace quinientos años o militar a favor de una conspiración mantuana
que puede resultar contraria a sus mejores propósitos. Lo difícil es penetrar
los socavones del tiempo mirando las tipologías que caracterizan la historia de
Venezuela y cuyos procesos no son planos como algunos los pintan. La hora
requiere de una cuidadosa ponderación en los análisis y de nuevos acercamientos
a nuestro pasado remoto, al remoto y al reciente, puesto que existen causas
polivalentes que han provocado el regreso de las viejas posiciones autoritarias
que creíamos superadas con el tiempo. De nada nos sirvió el Bolívar de las
estatuas, ya lo sabemos, pero tampoco nos sirve un Bolívar realengo que parece
apoderarse de todas las manifestaciones humanas y además matándonos de puro y
simple aburrimiento.
Ignoro cuántas veces habrá que
repetir la idea de que la tradición y la ruptura no son conceptos excluyentes.
Aprovecho el momento para decirlo en las palabras más elocuentes que conozco,
las del poeta Octavio Paz: “La crítica de la tradición se inicia como
conciencia de pertenecer a una tradición. Nuestro tiempo se distingue de otras
épocas y sociedades por las imágenes que nos hacemos del transcurrir: nuestra
conciencia de la historia”. Justo y pertinente recuerdo para aquellos que,
prevalidos de ciertas pretensiones que no pasan de sustituir los nombres
tradicionales por otros nombres generalmente más horrorosos que los anteriores,
de milagro no modifican los puntos cardinales con símbolos indigenistas,
emblemas de la Independencia o briosos caballos que galopan las montañas y las
sabanas en esta Guerra Federal de mentira.
Quienes se han acercado al árbol
frondoso de Briceño Iragorry saben que apenas me he detenido en su tronco.
Sobre él se empinan ramajes de colores diversos, aunque siempre con la idea
capital de la historia como proceso y no como la suma de períodos
convencionales. Hoy, cuando asistimos a una nueva borrachera patriótica y la
historia se presenta como una disciplina hípica en la que los próceres compiten
entre sí para llegar a como dé lugar a la ansiada meta, la idea totalizadora de
la historia cobra mayor vigencia. Lo que vivimos no nos vino del aire. Ha sido
el resultado de errores garrafales cuyos signos de relieve son la desidia, el
silencio y la corrupción. Se equivocan de a medio y de ambos lados de la calle
quienes perciben el proceso como una ruptura y no como la prolongación de una
larga crisis que se inició con la voracidad de los partidos políticos. Vivimos
el epílogo de una época vieja y no el prólogo de una sociedad diferente. Es la
misma película repetida que se originó por la degradación de los anteriores
principios doctrinarios. Pese al jolgorio panfletario, el sistema es el mismo.
Pese a la beneficencia pública, quienes se benefician son pocos. Pese a la
cháchara redentora sobre los humildes, las calles siguen abarrotadas de
pordioseros y de niños sin comida. ¡El país más hermoso de América lo hemos
convertido en una despreciable aldea de segunda! Y con un agravante: nuestra
tradición democrática está amenazada por la más peligrosa enfermedad que
conocemos los venezolanos, la de los mujiquitas, esa suerte de modelo alterno
que siempre ha sustituido a la inteligencia en los períodos de mayor quiebre
institucional. No sé que ocurrirá con nosotros. Lo que sí sé es que si no nos
ponemos de acuerdo reconociendo nuestros errores históricos, inaugurando un
modelo de tolerancia política que valore la justicia, la equidad y el trabajo,
no habrá Bolívar que nos socorra. Si en verdad hay cambios, la hora no será de
las mismas conductas fanáticas. De lo contrario pereceremos.
QUERIDOS AMIGOS: Imaginen por un
momento que entramos junto a don Mario a la escuela de primeras letras del
viejo don Eugenio Salas Ochoa. Sabemos por su ubicación que en esa casa
espantan a diario, y que a su lado, como para otorgarle señorío a la cuadra
donde unos inolvidables y luminosos ojos negros hirieron una vez al escritor
trujillano, se firmó en 1813 el Decreto de Guerra a Muerte. Por coincidencia
fue también allí donde funcionó por primera vez el Ateneo de Trujillo, de
manera que, por obra de la tradición, nos encontramos literalmente en la misma
escuela del viejo maestro. Seres vivos y muertos atraviesan los corredores sin
percatarse de sus tiempos pasados. Don Mario ya no es un niño, está hablando
con su tocayo y discípulo Mario Briceño Perozo acerca de un documento recién
hallado en el patio. En un salón oscuro, custodiada la entrada por dos
morrocoyes que llevan en sus lomos letreros alusivos a la Cuarta y Quinta
Repúblicas, Salvador Valero pinta un mural de sueños. Alguien recita un verso
de Ramón Palomares, y lo hace rodeado de pájaros, de niños y de flores.
Observen con detenimiento la fuente donde se avistan las cuarenta naves de
Odiseo. No, no son las de Troya, son las que vio el hermano siamés de Ednodio
Quintero en las aguas del Burate mientras se marchaban tranquilas rumbo a las
islas encantadas. Un tropel de sombras se ha apoderado de la cocina impidiéndole
la entrada a los demás visitantes: son ellos, los fantasmas de Andrés Barazarte
que han venido a acompañarnos después de tantas vicisitudes mundanas. Pueden
ver en el otro salón, junto al tinajero, a don Tulio Montilla, probablemente
contando la historia del camino de piedra o la leyenda fascinante que le dio
origen a la población del Cenizo. De Santa rosa ha llegado el enano de la
Kalenda bailando al son del cinco y el furruco en una algarabía que no tiene
final. Sus acompañantes reparten libros de autores trujillanos: los de Ana
Enriqueta Terán, los de Arturo Cardozo, los de Pérez Carmona, los de Valera
Martínez, los de Benigno Contreras, los de Alexi Berrios y pare usted de
contar.
De esa escuela venimos, y a ella
regresamos hoy emocionados por el recuerdo. La Orden Mario Briceño Iragorry que
ha desempolvado el Consejo Legislativo Regional por iniciativa de su Presidente
José Hernández y por los demás miembros del referido cuerpo, tiene un
significado de trascendencia para los hombres dedicados a la vida civil.
Ustedes, gentes de letras, del arte, de la ciencia, del comercio y el deporte,
pueden sentirse orgullosos de llevarla como la prolongación de una obra
dedicada a la paz social.
MUCHAS
GRACIAS
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