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martes, 16 de julio de 2013

LAS MENINAS






QUE EN LAS MENINAS NO APARECE EL PERRO, SEÑORES






Cuando las vi de frente cargaba un dolor de coyunturas que no me había dejado en tres días. El maldito ácido úrico hacía de las suyas y en el salón donde estaban "Las meninas" no había donde sentarse; pero además, como si se tratara de una conspiración universal, unos turistas japoneses -probablemente un colegio venido de lo más profundo del archipiélago- contemplaban la pintura con un escandaloso juego de manos que yo no supe si atribuirlo a las edades de los chamos o a una secuela de la bomba atómica lanzada en 1945, en particular porque no era del todo normal el jolgorio. De todas maneras allí estaban ellas, "Las meninas" de Velázquez, el cuadro que el doctor Astorga nos había enseñado por primera vez en la Escuela de Historia de la ULA y que yo había asumido con una responsabilidad personal, metafísica, directamente asociada con otras edades y otros tiempos remotos, generando en aquella mirada asombrosa la relación de mayor misterio que yo haya tenido con el arte. Afortunadamente se inauguraba ese mismo mayo una exposición de Goya que atraía la atención mayoritaria del público, incluyendo a los japoneses, de manera que las prioridades ajenas me dejaron confrontar el viejo misterio de mi relación con  la obra, pensando en las múltiples explicaciones que yo había leído en numerosas y especializadas ocasiones, desde las  escritas por Carlos Fuentes (tan didácticas) hasta los más intrincados razonamientos de Michel Foucault (tan exigentes). De pronto me sentí contento, agradecido de Goya por el enorme gentío que convocaba en la otra sala contigua, yo extasiado y rígido frente a las "Meninas", literalmente detenido en el punto movedizo en que los reyes están posando para el pintor, y que, al mismo tiempo, es también un lugar convertido en presente, el aleph desde cuyo sitio observamos -una y otra vez y mediante las miradas de todos- la consagración de la modernidad sin mayores rodeos. Pensé en evidenciar palmariamente que con "Las meninas" Velázquez nos había enseñado a ver y que su propósito principal, demostrar que la ficción y la realidad no son excluyentes, no era una simple especulación artística. Entonces lo hice, sigilosamente, sorteando la vigilancia y en una suspensión extraña que me puso enfrente del cuadro, estirando mi mano para separar del conjunto a la única criatura  que ahora no aparece en la obra: el perro. Se llama Poe y está aquí conmigo desde que se lo sustraje a la pintura, echado y sin emitir un solo ruido que lo delate... Todo ello  mientras escribo la presente nota y vuelvo a reponer la frase que se le atribuye a Salvador Dalí en uno de sus juicios más polémicos: "Si alguien se roba "Las meninas" pueden quemar   el museo del Prado entero y no se perderá gran cosa". Ignoro si otros se han dado a la tarea de seguir rebanando la obra aunque sólo sea imaginariamente. Claro, sin el perro, porque ese ya me pertenece  a mí por derecho especulativo y metafísico. (FOTOSÍNTESIS le dedica la presente entrega a todos aquellos que todavía creen en la trascendencia de las obras de arte y en la imaginación como componente fundamental de los más hermosos desvaríos del hombre).                           



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